martes, 5 de febrero de 2008

When you’ve got nothing, you’ve got nothing to loose: Volviendo a Titanic


No nos digamos mentiras, en serio, ya han pasado diez años, ya es hora de enfrentarnos a la verdad: Todos vimos Titanic. Todos la vimos y fue incomodo para todos. Para los que disfrutan lo happy endindgs, ver a Leonardo DiCaprio hundirse en el mar fue demasiado; para los que les encanta las películas de rigor histórico no lograron soportar a la casquifloja de Rose y al arribista y aprovechador de Jack Dawson; a los fanáticos del cine arte (sea lo que sea eso) toda la película no parecía más que un despropósito de 194 minutos. Pero lo cierto es que todos la vimos, haciendo de esta película una de las más taquilleras de nuestro tiempos. Como se dijo, ya han pasado diez años, ya mucho ha pasado en nuestras vidas y en la historia del cine, y la experiencia de ver Titanic de nuevo, para bien o para mal, no debe ser la misma. Y, créanme, si recordar que se pagó una boleta para ver Titanic le arranca una risilla leve de la cara, volverlo a ver será una experiencia mucho más divertida pues, como dice Jack Dwason al principio de la cinta: “When you’ve got nohing, you’ve nothing to loose”.

La historia es la siguiente: Rose, una mujer de clase alta, se embarca en el colosal Titanic, un gigantesco barco que se ufana de ser imposible de hundir (Oh la ironía) y, en su primera noche en el trasatlántico, después de comer caviar, acomodar sus Monets y something Picassos en su lujosa cabina, Rose no aguanta más y decide acabar con su vida, lanzándose al agua desde la proa del Titanic. James Cameron, director, productor y guionista de Titanic, y quien ya nos había honrado con joyas como Terminator, Alien y Rambo (que hermosos personajes los que nos has legado, Cameron) nunca deja claro le verdadera motivación del suicidio de la regordeta de Rose, pero ojo, no confundamos esto con mediocridad. No. Se trata de la ambigüedad de la que sólo los genios como Cameron pueden sacar provecho para contar buenas historias (¿No?).
Pero antes de que Rose logre su cometido, llega Jack Dawson, personaje que en un principio no promete mucho pero que pronto (como todo en esta película) descubrimos que se trata de un artista, un misántropo, un bailarín genial, un joven que pareciera haberse hundido ya en algún barco pues conoce todos los datos de supervivencia necesarios (pero no, quien ya se había ahogado antes en el Titanic, dos veces, es el actor David Warner, que interpreta a Lovejoy, pues esta sería la tercera película en la que participaría sobre el coloso del mar). Jack Dawson, que por momentos nos recuerda a Rimbaud y por momentos a McGyver, persuade a Rose de suicidarse, lo que representa uno de los momentos que más retumba en la cabeza de los espectadores; Cameron nos deja para le eternidad el profundo dilema de si la película no habría sido mucho mejor si Rose en efecto hubiera saltado.
Entonces, aunque un poco rápido, sucede lo que nos han metido en la cabeza que sucede en estos casos: El amor nace entre estos dos personajes. En menos de dos días, la refinada y culta Rose, se enamora de ese pasajero de tercera con el que gasta sus días aprendiendo a escupir como un cowboy. Pero toda buena historia necesita un buen conflicto, y el de esta película tiene nombre propio: Cal Nathan Hockley, el prometido de Rose, un hombre desagradable, pueril y desalmado (pero no es del todo su responsabilidad que Cameron no hiciera de él algo más que un estereotipo intrascendente de la burguesía). Entonces llega la catástrofe, el Titanic empieza hundirse (y un poco también lo hace la película) pero una vez la maestría de Cameron se hace notar, pues logra darle tal peso al romance de sus personajes que por momentos nos olvidamos de las más de 1500 personas que murieron en el desastre. Gracias, Cameron, por evitarnos esa experiencia traumática.

A pesar de todo esto, hay una verdad insoportable. Titanic, sea como sea, se deja ver. Ese no es su problema. De hecho parecería que el problema con Titanic fuera algo mucho más profundo (no su cursilería ni su inverosimilitud, no sus errores históricos, no el hecho de que no se vea por ningún lado los 2 billones de dólares que tuvo de presupuesto). Perecería que el problema con esta película somos nosotros, que la criticamos sin tregua sin saber del todo por qué; pero aún así fue uno el que le aseguró el recaudo que tuvo y el que la llenó de Oscares. Titanic no habla mal de la industria, habla mal de nosotros como espectadores (y bueno, también habla un poco mal de Cameron como guionista). El fenómeno de Titanic es un poco el de Padres e Hijos, no creo que esto se tenga que explicar. La película hay que vérsela, odiarla o amarla, aburrirse o llorar cuando DiCaprio muere, apreciar la capacidad de Cameron de hacer una historia que se vende o arrebatarle incluso eso. La película hay que vérsela, o repetírsela, porque, no importa que idea tenga preconcebida, no importa cual sea su intención, seguro se va a divertir. Titanic hay que repetírsela, entender por fin que es lo que hace que uno la odie o la ame, y luego olvidarla para siempre.

Concejos básicos para ser un Rockstar




Un travesti se enrumba solo en una finca y, al día siguiente, en tanga y tacones, sale de la casa, camina hacia el prado y con el sol amarillo de la tarde sobre sus ojos abre las piernas y empieza a orinar sobre el pasto. Un tipo joven va a una fiesta a emborracharse hasta no poder más y termina tirado en el suelo, vistiendo unos shorts y una camiseta de algún equipo de fútbol, vomitando una mezcla de liquido rosa y confeti. Un travesti santero juega semidesnudo en frente de un espejo, y, con las vírgenes y los santos como testigos, ve gotear su semen sobre su reflejo. Un hombre que bien podría ser un doble de Freddy Mercury, se resbala en su ducha y muere desangrado. Todos estos personajes tienen un mismo nombre, todos ellos son una misma persona, todos ellos son Guillermo Riveros, autor de la exposición fotográfica Corrupta, la que muchos pudieron visitar en la Galería Santa Fe en el marco del Festival Fotográfica, acompañado de figuras de la fotografía como Goicolea, Echeverri, Helnwein, Freisager entre otros.

Guillermo Riveros parecería haber inspirado el nombre de la banda The Whitest Boy Alive. Los puntos mas oscuros de su piel son sus tatuajes, diseñados por él mismo y de los que habla con más orgullo que de su obra. El último que se hizo, antes de irse a la Universidad Parsons de Nueva York para estudiar Ilustración después de ganarse una beca, fue una sirena que podría ser la hermana malvada y contrahecha de Ariel. Guillermo es gay, no tiene problema en decirlo, de hecho Corrupta está nutrida de ese imaginario de homosexualidad que la sociedad ha creado y que para él representa un material estético bastante interesante y fértil. Las diez fotos que componen la exposición están plagadas de estereotipos gay, o mejor aún, de parodias de lo que la gente entiende como la estética gay. No es de extrañarse que deteste ir a bares gay, los únicos sitios que le interesan son los bares de travestis de la Caracas porque “recaen en unos clichés y en unos símbolos culturales estéticamente mucho más interesantes. La rumba gay en Bogotá ha caído en una normalización y en una heterosexualizacion”. Dice que sería interesante un sitio de rumba para lesbianas calvas, o sitios sado o fiestas leather. Supongo que tiene razón. Su novio afirma que “lo suyo es quedarse en una casa, bebiendo, hablando de pendejadas”. Y si, oírlo hablar de pendejadas es una experiencia bien divertida, como oírlo hablar de la farándula colombiana:“¿que putas se cree Naty Botero? Canta horrible y habla como si fuera de Mayorca” o pedirle que explique su teoría de que todas las películas de terror gringas de los noventa son un fiel reflejo de la moralidad norte americana: “¿Nadie se da cuenta de que la virgen boba y buena es siempre la única que sobrevive?”.

Corrupta nació después de que Jaime Cerón le ofreciera la oportunidad de exponer en Fotográfica. “Todo comenzó en abstractos”, dice, “más que una idea tenía ciertas nociones de qué quería hacer estéticamente”. Experimentó con una serie de fotos de personajes vistos desde ventanas, una exploración de lo privado y lo público. Luego surgió la idea de usar los fluidos, una idea que ya había explorado antes, “hacer de cosas como el vomito, las babas y el semen, que generalmente dan asco, algo estético”. Esto evolucionó a algo que ha recorrido su obra, la sexualidad, sus iconos y estereotipos. Después de concebir la idea, se fue al barrio San Victorino para comprar sangre falsa, bigotes postizos, serpentinas y un par de pelucas y luego viajo hasta su finca, con una maleta llena de tacones, tangas un par de brasieres que le prestó su mamá. Al llegar, los trabajadores de la finca no podían entender lo que estaba pasando. “Fue como irse de parche”, afirma Juan Danilo Zamora, quien lo acompañó durante todo el proceso y a quien Guillermo dedicó Corrupta, “trabajar con él fue lo máximo. Él se toma muy en serio su trabajo, pero en momentos en los que estaba con peluca y entaconado, ninguno de los dos podíamos aguantar la risa”. Guillermo tenía muy claro en su cabeza cómo quería sus fotos, desde la escenografía hasta el encuadre y las luces. Hubo fotos que salieron relativamente fácil; sin embargo, fotos como Johnny Trabis, en la que tenía que llenarse la boca de yougurt de fresa para que pareciera vomito, le tomó una noche entera para lograrla. Casi a las dos de la mañana, luego de varios litros de yougurt, el vomito que debía simular por poco se vuelve real. En la foto del travesti que orina en el pasto Guillermo tenía que espantarse las hormigas de las piernas entre foto y foto. “Pero igual el proceso artístico siempre es divertido. Intelectual y físicamente”.



Tiene síndrome de Rockstar, eso también lo dice sin ningún problema. “Lo sabía desde chiquito. Sabía que quería ser famoso y no me lo cuestionaba. Me encanta. Quiero la fama a toda costa.” No es de extrañarse que el autorretrato sea una de sus técnicas favoritas. Pero Guillermo no es un tipo arrogante, el hecho de que a sus 25 años ya haya expuesto más de una vez no lo ha convertido en el típico artista distante y con complejo de dios; él habla con orgullo de su trabajo, pero por momentos parecería que no se lo creyera del todo. Tiene un lema claro. Guillermo asegura que un artista siempre debe pensar que es el mejor en lo que hace, no con soberbia, “uno no puede creerse el mejor y no hacer nada”. El fracaso no lo desvela, no mucho. Por lo menos no ahora, pero antes el hecho de no tener la aprobación de todo el mundo le amargaba la existencia: “En quinto semestre tuve una crisis muy jarta. Me salí de la universidad. Me agarré con todo el mundo. No me gustaba mi facultad pero en realidad lo que me tenía mal era que no estaba feliz con mi trabajo en ese momento, estaba trancado, tenía un montón de taras técnicas”. Fue hasta esa crisis que Guillermo se encontró a si mismo como artista: “me calmé. Volví a la universidad y empezar otra vez me ayudó. Empecé a meterme a todos los concursos y muchas veces me dijeron que no”. Su novio dice que Guillermo es sensible con respecto al fracaso, pero que no deja de ser algo pasajero que no evoluciona a más.

Por estos días Guillermo vive en Nueva York, enamorado de Ikea y de Ugly Betty. Cuando se le pregunta por Corrupta él responde de manera tranquila y sobria que lo enorgullece, que está feliz con la aceptación que ha tenido; pero cuando se le pregunta por su apartamento habla con un orgullo casi desmedido. Cuando le dije que posiblemente iba a estar en Nueva York en diciembre me respondió que ojala nos pudiéramos ver para que lo conociera, “es lo máximo”. Juan Danilo Zamora dice que lo suyo no es el ambiente del artistoide bohemio de guitarra y chimenea; “a él lo que le interesa es su obra. Lo estético y practico”. Guillermo Riveros es un tipo comprometido con su trabajo y el ambiente artístico no lo desvela. Su única obsesión son sus fotos y sus ilustraciones (y vale la pena aclarar, si sus fotos le gustan sus ilustraciones lo van a dejar loco). Esto él lo tiene claro “uno se tiene que vender, eso es una realidad. Hay gente que se cree muy hippie y muy loca pero que no logra mucho a nivel nacional. Hay que venderse y la única forma de hacer eso es creerse el cuento uno mismo, si no nadie más se lo va a comer”. Ahora hace es auto-marketig en Nueva York porque en Colombia no pudo vender nada, “allá la gente todavía compra arte porque es decorativo, estético o por el nombre del artista. Tal vez un poco por los estragos que hizo el mundo mafioso en los ochentas y noventas”. Pero su visión de la cultura plástica colombiana no es del todo negativa. Guillermo afirma que poco a poco medios como la revista Arteria o Arcadia han logrado formar una mayor “cultura cultural”.

Pero paremos en seco un momento porque creo que estoy siendo evidente. Debería estar respondiendo la pregunta de quien es Guillermo y creo que no le he hecho del todo. Si me lo preguntan, en este momento, luego de hablar con él y la gente que lo rodea, contestaría que Guillermo es un travesti que orina en el pasto, un traqueto que derrama baba sobre la almohada, un niñito vomitado en el suelo. Guillermo es Corrupta. O mejor, Corrupta es él, pero multiplicado. Todos los chismes, los detalles, las obseciones y los gestos están ahí, en sus fotos. En el momento en que Guillermo decidió hacer este grupo de fotos me robó el trabajo de hacer su perfil. No hable con él ni con sus amigos si le interesa conocerlo. No. Lo que tiene que hacer es ver sus fotos y entenderá su manera de moverse y de hablar tan particular. Si quiere conocer el humor de Guillermo lo que tiene que hacer es ver Corrupta y ver como se ríe de la sexualidad, de los iconos gay y, en últimas, ver como se ríe de usted.

El día en que el tiempo se detuvo: Bjork en Bogotá


Tratar de imaginarlo no le va a servir de nada. En serio. No pierda su tiempo, porque lo que sucede acá supera cualquier ejercicio de imaginación. No hay palabras. No hay imágenes. Lo que sucede acá no sucede en eventos que se relacionan y se desencadenan, así que concéntrese en el ritmo de su corazón, en olvidar el dolor en las piernas y el sudor que recorre su cuerpo. Olvide el calor y los empujones. Olvide la espera y las dos horas de fila que tuvo que hacer, porque en escena está ella, y está cantando que aquí es donde se queda, que esta es su casa.

You’ll meet an army of me

Es la primera vez que venía Bjork a Colombia, pero las cosas pintaban mal: en Lima había detenido el concierto para regañar a los asistentes por grabar el concierto con sus celulares y en argentina había tenido que soportar el genio junkie del no tan genio Charlie Garcia, quién le lanzó un vaso de whiskey en el lobby del hotel en el que se hospedaba. Bjork, según se dice, puede ser insoportable: En Tailandia, agredió a una reportera que sólo alcanzó a darle la bienvenida a Bangkok; Lars Von Trier, director de The Dancer in the dark protagonizada por Bjork, y Catherine Denueve, su co-protagonista, admitieron que trabajar con ella fue una experiencia terriblemente difícil; se dice que cambia continuamente de staff, que protege a sus hijos más de la cuenta. La duda estaba sembrada: ¿Y si Evenpro, quien trajo a la artista al país, no conseguía el agua japonesa que había pedido? ¿Y si se le ocurría ver el noticiero y le pareciera indignante tocar en una país de violencia y atropellos? ¿Y si simplemente estaba cansada y de mal genio, si el tráfico de la Avenida el Dorado la había hecho rabiar, si el frío le molestaba (No, eso no. Ella es de Islandia), y si un indigente había tratado de limpiar el vidrio de la van en la que la llevaban del Hotel hasta el Palacio de los Deportes y al decirle que no hubiera dejado el vidrio lleno de agua? Si, las personas como Bjork son impredecibles, malgeniadas y paranoicas, pero ella además tiene razones para serlo pues, en 1996, Ricardo López, un fan de la cantante, grabó casi 18 horas de video en las que insultaba a la cantante por no casarse con él. En el video López mostraba paso a paso como diseñaba una bomba que le envió por correo a Bjork, una bomba cuyo propósito no era matarla, sino desfigurarla con un chorro de acido. López, finalmente, se suicidó frente a la cámara y la policía encontró el video, lo que permitió interceptar el paquete. Lo que fuera a pasar en el concierto era una gran expectativa y hubo que esperar bastante. A las ocho los asistentes tuvieron que presenciar la desastrosa presentación de los teloneros, La Fabrica, un grupo caleño de garaje que nunca debió haber salido de ahí. Los caleños salieron abucheados de escena y empezó la espera. Casi media hora después de la presentación de La Fabrica, un representante de Evenpro salió a decir que Bjork había pedido 15 minutos antes de salir a escena. ¿Y si se había arrepentido? Todo el mundo aplaudió, como resignados.

We are the earth intruders

Durante casi 45 minutos, las miles de personas que ocupaban El Palacio miraban como varias personas llenaban el escenario con banderas. Las luces se apagaron. Una fila de diez mujeres entró a escena, maquilladas y cargando instrumentos metálicos, como extraterrestres invadiendo la tierra, eran las Wonder Brass. Tocaron una marcha militar/fúnebre/circense hasta llegar a la parte izquierda de escenario. Luego entraron dos DJ (entre ellos Marck Bell, quién a estas alturas es el único que siempre juega de titular en este equipo) y un baterista. Y entonces reventaron los sintetizadores y las luces y las gargantas. Bjork salió a escena vestida como con una bata que hacía recordar a una matrona Wayu y cantó esa primera canción como si fuera la última. Ya desde ese momento algo quedaba claro: Nadie había venido a este concierto por curiosidad, todas y cada una de las personas que allí estaban adoraban a Bjork, todas las personas que pagaron las boletas estaban viviendo este concierto como un sueño que nunca pensaron que se realizaría.

Emotional Landscapes

Para la tercera o cuarta canción las dudas habían desaparecido: Bjork había venido a Bogotá a darla toda. Ella recorrió todo el escenario, dando brincos, bailando, gritando palabras en español. La primera media hora del concierto fue energía pura; con canciones como Pluto y Army of me Bjork hizo que el Palacio se convirtiera en una ola de cabezas que saltaban al unísono de los beats de Marck Bell. El calor era insoportable y la única persona que parecía no notarlo era ella, entre canción y canción se relamía con la lengua el sudor de los labios y tomaba agua. Entonces sonó el octeto de cuerdas que componen la introducción de Jóga, era tiempo de relajarse, de quedarse callado y ver lo que sucedía en el escenario, de ver como de ese cuerpecito menudo salía un vozarrón que estremecía todo el lugar, de grabar como una foto cada una de la muecas que hace Bjork al cantar. Canciones como esta y Unravel fueron un respiro dentro de la descarga eléctrica de adrenalina que hubo en el Palacio. Bjork cantó canciones nuevas y viejas y el público reventaba en aplausos cada vez que tenía la oportunidad.

Declare independence and raise your flag!

Había pasado casi hora y media y quiénes menos cansancio mostraban eran los que estaban en escena. Entonces las luces se apagaron y todos sabíamos que esta sería la última canción. Era la tercera de los encores, todos sentíamos que era la última canción en las piernas y en los brazos. Una voz histérica se oyó: “Viv.. viva la.. ¡Viva la Revolución!”. Declare Independence, canción con la que se cierra Volta, invadió el espacio y su ritmo hecho de ruidos y disonancias hizo que todos usaran la poca energía que les quedaba en el cuerpo para saltar. El mensaje era claro, Bjork ya no cantaba sino que gritaba, como exigiendo algo: “Declare independence! Start you own currency! Make your own stamp! Protect your lenguage!” Todos saltaban todo lo que sus cuerpos se los permitía pero para Bjork nada era suficiente, con sus manos empezó a pedir más emoción, más energía. Todos hicieron caso. Entonces llegó el coro “Make your own flag! And raise your flag!” y la miles de personas respondían “Higher! Higher!”. En ese momento Bjork se acercó al borde del escenario y recogió una bandera de Colombia de suelo y la empezó a bandear por el aire. Esto seguramente pasa en todos los países en los que se ha presentado pero en Colombia no podía pasar inadvertido. La gente se convirtió en un solo alarido de emoción y las heridas de este país ensangrentado parecieron sanarse por un instante, porque en escena Bjork se había escondido detrás de esa bandera (Nuestra bandera). Todos cantaban con furia “Raise your Flag! Higher! Higher!” mientras una bandera tricolor daba saltos en la tarima.


This is where I’m staying, this is my home

Lo que sucedió ese 17 de noviembre en el Palacio de los Deportes es imposible de imaginar, así que concéntrese en el ritmo de su corazón, aurículas que se abren y ventrículos que se cierran. Olvide el dolor insufrible en las rodillas a causa de hora y media de saltos y baile. Para entender lo que pasó en el primer concierto de Bjork en Colombia tiene que sentir la sensación contraria al Deja-vu (¿Jamais-vu?). No hay palabras o imágenes, nada es familiar, así que deje que su cuerpo se balancee de un lado a otro, lento, muy lento; porque en escena está Bjork y detrás suyo hay diez mujeres tocando trompetas, tubas, trombones y cornos. Y ella está cantando una de sus canciones más tranquilas pero más poderosas: The Anchor Song. Si quiere saber lo que pasó ese día, no trate de imaginarlo, lo que tiene que hacer es sentir en sus oídos y en su cuerpo como miles de personas cantan con la garganta echa llamas a la par de la cantante islandesa el coro de la canción: “I drop my anchor, this is where I’m staying, this is my home”; y sienta como el tiempo se detiene, se inmortaliza, se vuelve cíclico y circular. Porque en ese momento muchos dejaron caer el ancla y se dijeron a si mismos “aquí es donde me quedo, este es mi hogar”.